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Hielo y Fuego


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Frey Girl
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MensajePublicado: Sab Ago 23, 2008 8:25 am    Asunto: Responder citando

¡Holas! Mil gracias por el interés que depositáis en el fic. La verdad es que no me animaría a seguir publicando si no fuera así :3.

Disfrutad de la lectura.


Capítulo 3. Estrategia. Propuesta insegura (II)

Mientras los arqueros telmarinos se ocupaban de encontrarse un caballo adecuado, Caspian ayudaba a Edmund a ajustarse los protectores de los antebrazos, como parte de la armadura. En todo el proceso, el joven estuvo muy serio, mirando a un punto ausente de la nada, tan lejano que nadie podía alcanzarlo. En opinión de Caspian, lucía pálido y asustado y adivinó que la ausencia de una figura tan importante como la de su hermano lo había impresionado un poco.

–Edmund, aún puedo salir yo a dirigir el ejército si lo prefieres -se ofreció con valentía-. Tú serías muy efectivo aquí, protegiendo a los civiles.

–Yo soy un antiguo rey, ya tuve mi época de gloria. Narnia no perderá tanto si es a mí a quien matan -declaró éste, colocándose el yelmo en la cabeza y retirándose la visera-. En cambio tú, eres la única esperanza de los narnianos. No te preocupes, haré lo que pueda.

Caspian comprendió que más que una acción heroica, Edmund trataba de ser práctico. Ahora que él era el rey, su pérdida tendría una mayor repercusión en Narnia de lo que podría ser la de un rey de los tiempos antiguos.

Le entregó una espada larga de acero, otra más corta de plata y un escudo algo arañado. Eran las mismas armas que Edmund había utilizado en todas la batallas vividas en aquel mundo. No obstante, a diferencia de las flechas de Susan o la espada de Peter, que eran mágicas, aquellas se desgastaban y lucían desmejoradas, melladas en algunos puntos.

–Confía en mí para mantener a salvo a los jóvenes. Yo confío en ti -aseguró, aunque aquella afirmación tenía cierto tono de inseguridad.

Edmund comprobó que la hoja estaba en buen estado y la hundió de nuevo en la vaina, ajustándose la banda de cuero a la cadera.

–Sé que hubieras querido que Peter estuviera en mi lugar. Y... no te culpo -le aseguró a Caspian, poniéndose en pie en un intento de acostumbrarse al peso de la armadura.

Éste no dijo nada, pero fue incapaz de mantener el contacto visual con él mucho tiempo. No podía negar que tenía razón: Peter poseía una grandilocuencia y un carisma difíciles de superar, y su mano era totalmente firme tanto para expeler desafíos como para llevarlos a cabo. Por algo era el Sumo Monarca y reinaba sobre todos los demás líderes que pudiera haber en Narnia.

Ambos salieron al patio para dar instrucciones e información a la tropa. Una humilde multitud de centauros, faunos, telmarinos, enanos rojos y Bestias Parlantes les recibió con una inclinación de cabeza. Trumpkin se acercó a ellos a pasos cortos y rápidos, al parecer con buenas nuevas.

–Majestades, unos cuarenta grifos han llegado desde el sur, más allá del monte de Fuego. Están de nuestro lado -informó-. Los pájaros informan de que los enemigos han empezado la marcha hace más de cuatro horas. A estas alturas están cerca de la cascada helada, al norte del Bosque Tembloroso.

–Entonces... el encuentro sucederá entre el Puente de Piedra y el Lago Helado -calculó Caspian sabiamente.

–Eso mismo pensaba yo -concordó Edmund de forma sombría-. Será en el llano, lo cual les beneficia, pues son oponentes más grandes que nosotros. Aunque, bien pensado, también los grifos ganarán visibilidad. ¿Hay algún gigante entre los nuestros, Trumpkin?

–Cinco de los del sur, contando a Turbión -repuso el enano con presteza.

No hubo respuesta por parte del monarca ni su acompañante. Dirigiéndose hacia los escalones que les permitieron ser vistos por la multitud, Caspian y Edmund desenvainaron las espadas y las alzaron hacia el cielo despejado de la mañana, en una postura típica de las victorias épicas. Los narnianos que había a sus pies emanaron gritos de guerra, alabando a sus dirigentes.

–¡Hoy se nos ha declarado una guerra! -bramó Caspian-. ¡Gente a la que creíamos amiga nos ha traicionado! ¡Sin razón, nuestro enemigo ha destruido la hermosa ciudad de Beruna y ahora quieren más! ¡No vamos a consentirlo!

–¡NO! -vociferaron los narnianos y telmarinos a unísono.

–¡Nos enfrentamos a amigos y camaradas, hermanos de Narnia! -se alzó entonces la voz de Edmund, que trataba de hacerse oír grave- ¡Pero si no dan explicaciones sobre la masacre cometida, no tendremos piedad y no les ofreceremos posibilidad de diálogo!

–¡Por Narnia! -clamaron a unísono.

Los gritos eufóricos de los soldados se hicieron oír más allá de las murallas, alzándose en la tierra de Narnia como un estruendo glorioso. El honor y la fuerza de voluntad latían profundamente en el corazón de aquella tierra.

Lucy miraba desde uno de los flancos del portón la marcha del reducido ejército. Los estandartes con el león rojo ondearon violentamente con un viento frío del mar cuando la comitiva dejó atrás las murallas y salieron a campo abierto.

Antes de partir, Edmund detuvo su caballo ante la niña. Se mantuvieron la mirada por unos segundos, pero Lucy parecía incapaz de decir nada. Sus ojos azules eran como tristes pedacitos de cielo y él pudo percibir la increíble tristeza que la atormentaba.

–Aunque sé que en el norte, lejos de la batalla, estarás más segura, me pesa tener que hacerte partir sola -aseguró con gravedad.

–No voy a ir sola. Reepicheep vendrá conmigo. Estaré más segura que tú -aseguró con firmeza, aunque la compañía del ratón era más algo simbólico que otra cosa.

Edmund asintió levemente, pero no pudo evitar saltar del caballo y dejarse abrazar por los cálidos brazos de su hermana, que formaban un lazo a su alrededor que no se rompía incluso en la distancia.

–Ten cuidado, Lucy. Y, pase lo que pase, evita las dos colinas -murmuró él antes de volver a subirse ágilmente a su montura.

Ella supo a qué se refería, y para sí era totalmente comprensible el miedo que aquellos lares ejercían en su hermano. Después, con el semblante rígido, Edmund anunció que partían.

Por un momento, Lucy recordó la atrocidad de la guerra y el miedo que sentían las mujeres que tenían que esperar en sus casas a que los hombres que querían volvieran de la batalla. Edmund, a ojos de todos, no era más que un niño. Enfundado en una resplandeciente cota de malla, con una armadura de la mejor forja enana de Narnia y espada y escudo en mano. Sí, pero aún así un niño.

La antigua reina de Narnia lanzó un pañuelo rojo al paso de los soldados, deseándoles buena suerte. Todos la miraban a medida que dejaban el castillo, observándola como una figura de pureza en medio del crudo pronóstico de guerra.

Por alguna razón, mientras veía a su hermano partir a la batalla, Lucy tuvo la terrible sensación de que lo próximo que sabría de él no serían buena noticias. Cuando finalmente todos los soldados habían salido del palacio, el centauro hembra que les ayudara dos días antes estaba a su lado y depositó una mano gentil pero llena de fuerza en su hombro.

–Majestad, vuestro caballo os espera -le anunció.

Lucy asintió con tristeza y se dio la vuelta. Caspian seguía en el mismo sitio en el que había estado, quieto como una estatua, y su expresión reflejaba la más aplastante impotencia. Supo que quería con todo su corazón salir al galope tras Edmund para dirigir el ejército con él, pero ante todo el tiempo le había convertido en una persona prudente, y sabía que su sitio estaba allí, protegiendo lo más importante que quedaba en Narnia.

Los ojos profundos de Caspian se posaron en ella e intercambiaron un asentimiento.

–En cuanto la reina Lucy abandone el castillo, cerrad los portones y colocad a los arqueros en línea de defensa -ordenó el rey con presteza.

Mientras tanto, la niña caminó por el patio de piedra y divisó a su caballo. Acarició el lomo del animal y le susurró unas palabras cariñosas al oído. Montó con ayuda de la centauro hembra en la hermosa silla bordada en oro. Reepicheep, con su habitual entusiasmo, se acomodó entre ella y el cuello del animal.

–¿Listo para el viaje, noble ratón? -sugirió la pequeña, trotando a corta velocidad hacia la puerta.

–Siempre listo pero no dichoso, mi Reina -afirmó el roedor con su habitual aire pomposo-. Hubiera preferido partir a la guerra y atravesar minotauros y enanos con mi espada.

–No lo dudo -aseguró simplemente Lucy.

Con un grito de ánimo, golpeó suavemente con el pie en los cuartos traseros de su montura. Con un relincho enérgico, el caballo aceleró la ritmo y pronto cruzaron el puente levadizo que cubría el foso que rodeaba el castillo.

A sus espaldas, Lucy oyó como izaban la pasarela, y supo que aunque quisiera ya no podría volver. Frente a ella, el interminable llano blanco se extendía hasta el horizonte, vacío de árboles.


--------------------------------------------------------------------------------

Edmund cabalgaba al frente de la comitiva, apenas unos doscientos cincuenta entre hombres y narnianos. Su montura era un caballo gris, pequeño y robusto, no rápido pero sí resistente. A pesar de su visible preocupación, trataba de exteriorizar un aire de serenidad que no poseía. Pues sabía por propia experiencia que las tropas se desanimaban si un líder no estaba seguro de sí mismo.

Miró hacia atrás, en dirección al norte, con cierta añoranza. Vio un caballo de pelaje rojo detenido en una suave colina. Su jinete tenía cabellos dorados y una capa de viaje blanca cubría sus hombros. Tras unos segundos, el jinete y su caballo se perdieron loma abajo y desaparecieron de la vista.

Apesadumbrado, el joven rey volvió la vista al frente. En el fondo de su corazón creyó que jamás volvería a ver a Lucy. Ni a Peter, ni a Susan.

–Volveréis, Alteza. Las estrellas así lo dicen -aseguró Borrasca de las Cañadas, dirigente de los centauros y afamado profeta-. Algo ensombrece vuestro futuro, pero saldréis con vida.

–No soy yo el que me preocupa.

Edmund no se vio con corazón de afirmar que dudaba del pronóstico del centauro, así que se limitó a espolear a su caballo y acelerar el ritmo de marcha. Cuanto antes toparan con el enemigo, más lejos lo mantendrían del Castillo del Dique.

“Peter, ojalá estuvieras aquí” deseó vanamente mientras contemplaba la insignia del león danzando en los estandartes.


--------------------------------------------------------------------------------

A pesar de los contradictorios deseos que la embargaban, Lucy espoleaba con palabras a su caballo para que alcanzara una velocidad máxima. La llanura parecía inacabable a pesar de haber cabalgado más de cinco kilómetros en dirección noreste. El cielo se encapotaba paulatinamente y sintió miedo de que empezara a nevar y tuvieran que buscar un refugio (lo cual no dejaba de ser difícil, dado que, como se ha comentado, estaban de lleno en una planicie).

–Parece que se acerca una tormenta de nieve... -murmuró.

–Poco sé de nubes, lady Lucy, pero si estáis en lo cierto estaremos en problemas -aseguró Reepicheep-. Es mi deber informaros, Alteza, de que estamos entrando en los antiguos dominios de la Bruja Blanca. Mirad, aquí antaño empezaba la llanura helada -señaló unas rocas dispersas a lado y lado-. Y bien es sabido que nadie se acerca a estos lugares desde la Edad de Oro.

Lucy alzó la cabeza y contempló el paisaje que se abría ante ella. El terreno era totalmente uniforme hasta que, unos kilómetros más allá, se contemplaban dos grandes riscos helados, en cuya cúspide se arremolinaban nubes tormentosas. Tragó saliva, y ordenó al caballo que fuera más lento, pues ya no estaba segura de querer encontrar refugio en aquellas montañas.

De pronto, Reepicheep se encaramó en lo alto de la cabeza del caballo, aferrándose con sus patitas a las crines doradas. Sus ojos pequeños y negros otearon con atención lo que entraba en su campo visual.

–Majestad, no vais a creerme, pero juraría que veo humo elevándose desde el valle entre las colinas -aseguró, moviendo nerviosamente la cola.

–¿Estás seguro, Reepicheep? -sugirió Lucy, extrañada.

–Comprobadlo vos misma -la invitó el pequeño guerrero.

La muchacha agudizó la mirada y, efectivamente, distinguió una espesa columna de humo que se alzaba sobre la inmaculada blancura. Decidida a descubrir la razón, se acercó a trote lento y discreto, cubriéndose la cabeza con la capa blanca. Cuando sus ojos por fin descubrieron lo que estaban viendo, el terror la dominó por completo.

Ante sí, a menos de dos kilómetros, un campamento enemigo se apostaba como un jardín de flores negras sobre la nieve. Yacían atrincherados alrededor del pequeño lago en el que antaño se erigiera una fortaleza de agudo hielo.

Incluso a aquella distancia, Lucy pudo identificar las cabezas de decenas de gigantes. Y lo que era peor: parecían preparados para caer sobre cualquier ejército al que encontraran en su camino.

Incapaz de contener sus nervios, giró hábilmente las riendas para que su montura cabalgara en dirección contraria. Si llegaban al castillo, estarían perdidos. Pues ante un batallón de aquellos colosos era como una ratonera sin salida.

Sin embargo, un caballo rojo no puede camuflarse en la nieve. Había sido vista.

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MensajePublicado: Sab Ago 23, 2008 1:59 pm    Asunto: Responder citando

Hola !! MEE ENCANTOO !!
yaa debes seguirrloo jaja !

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MensajePublicado: Dom Ago 24, 2008 7:41 am    Asunto: Responder citando

justo le van a dar a lucy un caballo rojo?que mala suerte XD
y se le viene nlos gigantes encima ...bueno ...tendran que resistir como puedan pero ..y susan y peter? volveran?los nesesitan o_ò!
y yo nesesito que sigas apra saer que susedio =D DALE PLASE

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MensajePublicado: Lun Sep 01, 2008 8:27 am    Asunto: Responder citando

Jeje, después de una (larga) pausa por vacaciones, voy a retomar el fic XD. Espero que os siga gustando tanto como hasta ahora ^^

Disfrutad de la lectura.


Capítulo 4. Choque. Planes fallidos (I)

Lo primero que recibió al ejército del rey Edmund cuando llegaron a la altura del Puente de Piedra fue un brutal aroma a madera quemada y a denso humo. El dirigente alzó la mano para ordenar que se detuvieran y que los grifos descendieran hasta el nivel del suelo. Tras pensar por unos segundos, pidió silencio absoluto e indicó por medio de señas a un grifo y a Borrasca de las Cañadas que le acompañaran con el mayor sigilo posible hasta el borde del desnivel. Arrastrándose arrás de la hierba, el muchacho se asomó con absoluta precaución y contempló el panorama como quien asiste al fin del mundo.

La llanura inmediatamente inferior a la curiosa formación rocosa, comprendida entre el puente y el Lago Helado, estaba totalmente desprovista de árboles. En su lugar había ceniza y madera que aún ardía de forma difusa. Allí, avanzando en dirección noroeste, todo un batallón de gigantes, minotauros y enanos negros armados hasta los dientes destruían a su paso todo lo que encontraban. Los gigantes blandían enormes mazas y garrotes con los que derrumbaban árboles a lado y lado, posteriormente incendiados por las antorchas de los otros.

–Malditos, están quemando los árboles... Así tienen más extensión abierta -masculló Edmund, golpeando la hierba con un puño-. Muchos de ellos jamás volverán a cantar...

–¿Debemos enviar emisarios a negociar? -sugirió el grifo, mirándole de reojo.

–¿Con semejante crueldad? No. Dudo que aceptaran una negociación. Además, nos desprenderíamos del elemento sorpresa -repuso Edmund.

–Hay cerca de cincuenta gigantes, más de doscientos minotauros y unos cien enanos negros -analizó Borrasca de las Cañadas, inclinado en una postura de lo más difícil-. Han crecido en número desde que salieron de Beruna.

–Con los minotauros y los enanos tenemos posibilidades, pero los gigantes son otro cantar -admitió Edmund, meditativo-. Sólo un hombre ha podido luchar contra un ejército de gigantes y ése fue mi hermano, el Sumo Monarca. Mi experiencia contra ellos es muy precaria, pero creo que podríamos intentar un ataque aéreo.

–Yo también lo creo. Si los arqueros se colocaran en la línea del desnivel y los grifos atacáramos desde el aire, podríamos dejar fuera de combate a los gigantes con relativa facilidad. Son bastante pocos, después de todo -corroboró el grifo.

–Bien pues, está decidido -sentenció Edmund, dándose la vuelta y arrastrándose en dirección contraria.

La incertidumbre se respiraba entre las filas. Los arqueros acariciaban las flechas con toda la tensión acumulada. Los centauros pisaban el suelo con sus cascos de plata y acero, inquietos. Los grifos batían las alas silenciosamente, pero aún así asustando a los compañeros que tuvieran a izquierda y derecha.

Tras comunicar las instrucciones a los soldados, Edmund se bajó con solemnidad la visera del yelmo y guió a los lanceros y esgrimistas en otra dirección. Toda esperanza de éxito de la batalla estaba puesta en aquella desesperada maniobra.


--------------------------------------------------------------------------------

Tocón era el líder de los minotauros. Era un ejemplar de más de dos metros, negro como el ónice y con unos cuernos grises pulidos de forma escrupulosa. Era un virtuoso del hacha y el más fuerte de su manada. Y, ante todo, detestaba a los Hijos de Adán.

La razón era sorprendentemente concisa: a raíz de una maniobra errónea del Sumo Monarca en la batalla final contra los telmarinos, sus dos hermanos menores habían fallecido. La visión que él había tenido de ello era que a los Hijos de Adán no les importaba en absoluto perder las vidas de los narnianos si ello conseguía que ellos mismos siguieran disponiendo del trono. Por supuesto, Tocón consideraba a todos los narnianos fieles a los Hijos de Adán una chusma traidora que debía ser exterminada.

Parado al lado de la senda que los pasos de los gigantes habían abierto en la nieve, guiaba en una dirección en concreto a todos los minotauros. Detrás de éstos, a la cabeza de la comitiva de enanos, Feradrik y Milescamas acudían a hablar con él.

–Pronto deberíamos encontrárnoslos. Si saben predecir nuestro paso, que lo han hecho, ya deberían habernos salido al encuentro -adujo la serpiente-. Yo de ti esperaría un ataque inminente.

–Los gigantes los habrían visto -protestó Tocón con una voz espesa y gutural.

–Los gigantes son estúpidos -argumentó Feradrik-. Y si están con nosotros es porque les prometimos que podrían destruir cuanto se les antojara -observó, viendo a uno de estos golpear un árbol con su garrote-. Serían capaces de ver a los seguidores del Décimo y tomarlos por amigos o simplemente rocas.

–No era eso lo que veníamos a tratar -les recordó Milescamas-. Tocón, espero que tus minotauros ya tengan la orden expresa de no matar a los Reyes del Pasado, a ninguno de ellos. Su sangre debe ser derramada en el lugar y el momento oportuno.

–Lo sé de sobras, aunque quisiera contemplar cómo mi espada atraviesa el repugnante pecho del Sumo Monarca -aseguró el minotauro con un doloroso gruñido.

–No tendrás esa oportunidad, pues ni el Sumo Monarca ni la reina Susan van a regresar jamás a Narnia -le informó Feradrik-. Como mucho podrás cebarte con los dos reyes más jóvenes.

Tocón iba a responder de mala manera, pero en ese momento algo fugaz pasó silbando cerca de él y logró rozarle la oreja izquierda. En un acto reflejo, los tres giraron en la dirección de la que había llegado el proyectil, y descubrieron una autentica lluvia de flechas cayendo sobre el tan supuestamente bien armado ejército.

–¡A cubierto! -gritó Tocón en dirección a los centauros-. ¡Malditos!

Sin embargo, era tarde para ordenar que se cubrieran. Las centauros y los enanos rojos eran los mejores arqueros que había en Narnia, y desde aquella posición, los seguidores de Caspian tenían ventaja visual y espacial. Más de veinte minotauros cayeron con aquel primer ataque, así como otros tantos enanos y cuatro lobos. No obstante, en el momento en el que los enanos negros iban a lanzar una salva de flechas, unos gritos de guerra, semejantes a los de las aves, se elevaron en el reducido llano. Los rebeldes sólo tuvieron ocasión de alzar la vista hacia el cielo gris cuando decenas de rocas cayeron sobre ellos, lanzadas por una bandada de grifos que revoloteaban sobre ellos.

Los daños fueron innegables. Los gigantes, con sus lentos reflejos, tardaron una eternidad en comprender lo que estaba sucediendo, y para entonces los grifos ya habían liberado su carga y se lazaban en grupos de tres contra ellos.

–¡Arqueros: disparad! -ordenó Feradrik, señalando el cielo.

Los arqueros enanos apuntaron hacia el cielo y soltaron las flechas. Dos grifos fueron alcanzados y cayeron al suelo, heridos de muerte. Aquel contraataque enfureció a los demás, que aumentaron la ferocidad de sus ataques sobre los gigantes. Cuatro enormes cuerpos de éstos ya yacían en el suelo, sin vida.

La batalla ya estaba armada, y el principal objetivo de los fieles al Décimo estaba cumplido: los enemigos habían dejado de avanzar. Y justo cuando la cosa empezaba a parecer complicada para los grifos y los arqueros, el ejército de hombres, centauros, faunos y Bestias Parlantes apareció por el sur, habiendo descendido las colinas y avanzado por la senda abierta por los gigantes.

–¡Por Narnia! -vociferó Edmund a la cabeza, blandiendo su espada en el aire.

Y a ojos de todos los que contemplaban la carga de los seguidores del Décimo, el Rey Edmund el Justo gozaba de una poderosa aura de grandeza.


--------------------------------------------------------------------------------

Lucy hubiera tardado mucho a darse cuenta de que era perseguida de no ser por la sagaz vista de Reepicheep. Apenas cinco minutos después de haber variado de dirección, el ratón dio un leve saltó desde el hocico del corcel y empezó a efectuar cabriolas de nerviosismo, una extraña excitación provocada por la cercanía del peligro.

–No pretendo alarmaros, Alteza, pero mis ojos me alertan de que nos vienen siguiendo. Son ocho lobos, si no me equivoco -explicó. Se llevó una mano al cinto y desenvainó la pequeña espada, a ojos humanos no mucho más larga que dos mondadientes unidos por un extremo-. Lady Lucy, permitidme desmontar y dar buena cuenta de esas alimañas.

–Si podemos despistarlos sin luchar, prefiero optar por la opción pacífica -aseguró Lucy, espoleando con fuerza al caballo.

El joven corcel emanó un grito de alarma y aceleró la marcha de forma vertiginosa. Sus cascos se hundían levemente en la nieve, pero poseía la fuerza suficiente para seguir avanzando sin cansarse extremadamente por ello. Sin embargo, los lobos poseían ventaja en aquel ambiente, pues sus garras apenas dejaban huellas debido a su extrema agilidad. Muy pronto los tuvieron a pocos metros de ellos, y sentían sus gruñidos ávidos de sangre humana.

El último encuentro con un lobo no había sido precisamente agradable para Lucy, así que no tuvo duda alguna en que lo mejor era huir. Debía encontrar una zona boscosa lo bastante amplia como para despistarlos, pero estaba demasiado lejos del Dique de los Castores. Así que tomó dirección oeste en línea recta y buscó el difuso bosque que rodeaba lo que en tiempos había sido la casa del señor Tumnus.

Sin embargo, topó con algo que no esperaba. Ordenó al caballo que se detuviera con un fuerte tirón de las riendas y trató de valorar la situación. Allá donde siglos antes sólo hubiera un leve llano hasta el boscaje había una ribera rocosa por la que discurría un río algo ancho pero no profundo, al menos a simple vista. A pesar de ello, la corriente era impetuosa y parecía capaz de arrastrar a cualquiera que se atreviera a adentrarse en él.

–¡Majestad, debéis tomar una decisión! ¡Los tenemos encima! -la advirtió Reepicheep, blandiendo el espadín en el aire.

Y Lucy así lo hizo. Golpeó con amabilidad al caballo y se adentraron en el río.

El agua, tan fría que dolía, salpicó a Lucy en la cara y el vestido. Más el caballo tocaba fondo y siguió cabalgando a menor velocidad, pero aún así de forma constante. Antes de que se alejaran mucho de la orilla, no obstante, un lobo ejecutó un ágil saltó y logró subirse al lomo del animal y abrir las fauces para cerrarlas entorno al cuello de Lucy. Lo hubiera logrado de no ser por Reepicheep, que dio una voltereta en el aire y hundió su arma en el pecho del lobo, que emanó un aullido lastimero y se dejó caer, no sin antes llevarse a la desesperada la capa de viaje de la jovencita.

–¡Aún nos vienen siguiendo, Alteza! -informó el ratón.

En efecto, incluso a nado, los lobos parecían empeñados en dar muerte a aquellos intrusos. Lucy se aferraba con todas las fuerzas a las riendas, con la cabeza apoyada en las crines doradas de su montura. La corriente en el punto central era furiosa y amenazaba con arrastrarlos, más la niña no cesaba de brindarle palabras de ánimo al caballo.

Más sucedió lo inevitable. En el punto central más profundo, Lucy cayó al agua. Al principio sólo vio una inmensidad gris, y la corriente la golpeaba por todos lados, impidiéndole salir a la superficie. Logró ubicarse, y nadó hacia arriba en línea recta. El aire le pareció maravilloso al sentirlo penetrar en los pulmones, pero no disponía de tiempo para deleitarse con aquella eufórica sensación. Empezó a nadar tan rápido como pudo, olvidando por un momento que en la piscina del colegio apenas podía hacer unos pocos largos. Le dolía terriblemente la cabeza a causa del frío y sentía los miembros entumecidos.

Empezaba realmente a darse por perdida cuando tocó suelo con los pies. Por un momento creyó que estaba equivocada, pues le parecía imposible haber nadado tanto trozo, pero así era: estaba muy cerca de la otra orilla. Tambaleándose, logró salir del agua y se arrastró sobre la playa rocosa cuanto pudo. Estremeciéndose de frío y calada hasta los huesos, volvió la vista. Los lobos seguían acercándose, nadando hacia ella con un brillo demente en sus ojos claros.

Desesperada, incapaz de pensar en nada más, Lucy salió huyendo en dirección opuesta, adentrándose en el bosque que se abría ante ella. Por un momento valoró la idea de darse la vuelta y combatir, pues resultaba indigno de su título de Lucy la Valiente el huir de aquel modo, pero entonces la imagen de sus hermanos le vino a la cabeza y supo que nunca hubieran aprobado que se sumergiera en una lucha suicida sin ningún tipo de protección. El terror resultaba espantoso, y recorría su cuerpo como sangre cargada de adrenalina. Lloró de pena al pensar en Reepicheep y su caballo, pero el miedo era superior a ello y la empujaba a avanzar entre la maleza, dando tumbos.

Agotada como estaba, pronto le fallaron las piernas y se desplomó sobre la nieve, recibiendo la caída como el impacto de una cruel maza helada. El dolor en su cuerpo era similar al contacto de decenas de aguijonazos. Estremeciéndose violentamente de pies a cabeza, percibió cómo sus ojos se cerraban paulatinamente. Sentía el sonido de varios pares de patas pisar la nieve a toda velocidad. Después, un rugido lleno de ira explotó cerca de sus oídos.

No vio ni oyó nada más.



Si alguien es tan amable de decirme cómo poner nombre a las direcciones url, se lo agradeceré toda la vida XD

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MensajePublicado: Lun Sep 01, 2008 9:25 pm    Asunto: Responder citando

Genialll me encantooo !!
la verdad ni idea lo de las direcciones URL !
bESO

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MensajePublicado: Lun Sep 01, 2008 10:00 pm    Asunto: Responder citando

no puedo si te refieres a eso de los capitulos pero si te refieres a poner links ...eso si ,mas o menos entiendo n_n


O_O SIII EDMUND parese podeeeeeeeer y lucy ....oh bueno , tengo la imprecion de que el rugido de ira no eran de los lobos...en fin ...segguiiiiiiiiiiiiii

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Anaga
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MensajePublicado: Mar Sep 02, 2008 4:28 am    Asunto: Responder citando

me gusta mucho continualo porfavor es genial siguelo porfaaaaaaaaaa

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Adriana
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MensajePublicado: Mie Sep 03, 2008 1:02 pm    Asunto: Responder citando

me encanta este fec siguelo xfa!!

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MensajePublicado: Sab Sep 13, 2008 11:13 am    Asunto: Responder citando

¡Holas, gente! Uix, llevaba un montón de tiempo sin actualizar el fic. Obliganciones que lo requerían xD. Agradezco mucho que tanta gente lo lea y se anime a comentar. Mil gracias.

Disfrutad de la lectura.


Capítulo 4. Choque. Planes fallidos (II)

Casi dos horas de enfrentamiento. La batalla era una de las más sangrientas en las que Edmund había tenido la desgracia de participar.

Los enemigos no parecían meros mercenarios que se vendían a un líder en concreto: mataban con saña, en un son de siniestra venganza, y parecían disfrutar de abatir a sus enemigos. Una vez pasado el primer ataque, los rebeldes se habían desplegado en toda su grandeza y los fieles a Caspian empezaban a notar las consecuencias de una desventaja numérica y de tamaño.

Los primeros en caer, como parecía obvio, fueron los antiguos telmarinos. Los minotauros parecían padecer un especial rencor hacia ellos y los enanos negros habían desconfiado desde el principio de su pueblo, de modo que parecían ciegos en el empeño de derribarlos. Las armaduras de los telmarinos crujían y se rompían ante las salvajes embestidas de los minotauros y muy pronto fue difícil ver algún humano en pie.

El problema de los gigantes había sido solucionado con más rapidez de la que Edmund hubiera podido imaginar. Aquellos gigantes no sólo eran hostiles y destructores, sino también muy poco inteligentes, y la pequeña artimaña de los grifos y los arqueros había sido increíblemente efectiva.

Sin embargo, aún quedaban los minotauros, y su ferocidad y poder era un factor muy a tener en cuenta. Edmund lo sufría en persona en aquellos momentos, en los que combatía a espada contra un minotauro que le sacaba casi un metro de altura. Detener un hacha empuñada por tamaña criatura resultaba toda una hazaña y pronto se sintió cansado. Cruzó sus dos espadas a la altura de su cabeza para frenar una nueva embestida, pero la fuerza de su oponente le lanzó directo al suelo. Aterrizó con la espalda y su caída fue amortiguada por la nieve revuelta y el escudo sujeto a la espalda. En un fugaz contraataque, elevó su espada izquierda y la hundió en el abdomen del minotauro. El ser emanó un rugido de dolor y se desplomó de lado, inerte.

Edmund se puso en pie y se limpió la sangre que seguía manándole de un corte bajo la ceja izquierda. Hacía rato que había perdido la visera del yelmo, cuando su caballo le había dejado caer, y ello le dejaba el rostro vulnerable. Así lo evidenciaba el labio inferior, partido por un mal golpe contra un minotauro. Subió a una roca algo resbaladiza en un intento de observar la posición de sus tropas. La mitad de los centauros y los enanos rojos habían bajado hacía ya rato al campo de batalla y luchaban con espadas, hachas y otras armas de mano. Trumpkin se defendía perfectamente unos metros más allá de un enano negro que había intentado atraparle por la espalda de forma fallida.

Los faunos parecían ser los más efectivos contra los minotauros. Ágiles como eran, las cabriolas que ejecutaban desbancaban de inmediato al enorme tamaño de los minotauros.

Pero aún así, eran pocos: demasiado pocos para un ejército rival de aquellas dimensiones. Y si seguían luchando era en nombre de la voluntad de Aslan y la venganza por la quema de Beruna.

Elevó su espada en el aire en dirección a los arqueros que aún se mantenían en la loma contigua al Puente de Piedra. Con la otra mano, se desprendió el escudo de la espalda y lo sostuvo sobre su cabeza.

–¡Arqueros! -bramó, tan fuerte que casi se le desgarró la garganta.

Aquel grito produjo dos efectos: por un lado, los narnianos que estaban de su alrededor se cubrieron las cabezas con sendos escudos. Y así mismo, los arqueros soltaron las flechas que llevaban tensadas desde hacía minutos. Varios minotauros cayeron, así como algunos enanos negros. Aquello les dio una momentánea ventaja sobre su enemigo.

Edmund ni siquiera tuvo tiempo de descender de la roca cuando un ser ampliamente veloz se lanzó sobre él y le derribó sobre el suelo. El chico estuvo a punto de dejar caer las espadas, pero fue lo bastante resistente como para mantenerlas aferradas. Buscó a su atacante con la mirada, pero sólo descubrió la punta de una espada apoyada en su cuello, sobre el borde de la cota de malla. No dio tiempo a ser herido de muerte y apartó la hoja con un movimiento de su pie izquierdo, poniéndose en pie a tanta velocidad como dio de sí.

Su oponente era una dríada, ni más ni menos. De un roble, a juzgar por el color oscuro de su piel. Sus ojos dorados no mostraban sentimiento alguno mientras sostenía una espada enorme que parecía pesar más que toda ella. Vestía una cota de malla sujeta a su pequeño cuerpo.

–Levanta tu espada, Hijo de Adán -le espetó sin ninguna emoción perceptible en su tono.

Edmund no dejaba de estar sorprendido, pues es bien sabido que en general las dríadas y demás espíritus de la naturaleza son seres pacíficos y llenos de alegría que nunca atentarían contra otra forma de vida.

Así mismo él, como Rey de la Edad Dorada, jamás había levantado un arma contra tales místicos seres, pues matar un árbol en Narnia es un terrible sacrilegio, una idea impensable y cruel.

Más la dríada le atacó como el más despiadado de los soldados, yendo directamente hacia sus puntos vitales. Edmund blandió las dos armas con facilidad, haciéndolas danzar entre las manos y tratando de buscar un hueco. Lo encontró, a la altura de la pierna izquierda de su oponente, donde la hundió de forma superficial. Manó sangre rosada de la herida, más lejos de detenerse su enemiga aumentó la ferocidad de sus ataques. Muy en contra de su naturaleza, Edmund se vio obligado a envainar una de sus espadas y ocupar aquella mano con el escudo.

¿Cuanto duró aquel enfrentamiento? ¿Segundos? ¿Minutos? Era difícil de decir, pero Edmund sentía que su experiencia no podía competir con la flexibilidad nata de un Ente del Bosque. No obstante, seguía confiando ciegamente en su capacidad para ganar.

La dríada le atacó directamente a la cara, más Edmund frenó la punta con el escudo y contraatacó con su espada. Las hojas gemían al entrechocarse y las muñecas se torcían cuando un oponente obligaba al otro a ejecutar un giro complicado. Pero si había algo en lo que Edmund era experto era en engaños y estrategias varias en el campo de batalla. Lo que le había dado la victoria en los torneos de la Edad de Oro e incluso alguna vez contra su hermano habían sido sus fintas.

Y puso en práctica esa misma habilidad. Se lanzó de frente contra ella, con la espada en alto. En cuanto la hija del bosque se inclinó para evitar el mandoble, Edmund la golpeó con todas sus fuerzas con el escudo, logrando aturdirla y desequilibrarla. El resto fue un sencillo juego de pies y espada, una rápida y eficaz zancadilla que derribó al espíritu de la naturaleza sobre el fango.

Edmund supo que iba a cometer un crimen. Y justo cuando iba a hundir la espada en el pecho de la dríada, decidido a vencerla a como diera lugar, algo zumbó desde otra dirección e impactó en su abdomen.

El dolor fue de repente tan intenso que creyó que un rayo le había fulminado. Ahogó un alarido y se llevó la mano a la herida que le desgarraba el cuerpo. Una flecha aguda y rudimentaria yacía clavada en su abdomen, habiendo atravesado limpiamente la armadura machacada por anteriores golpes. La visión de la sangre fue tan brutal que logró marearle y por un momento las piernas le flaquearon, negándose a sostenerle.

Más no se dejó vencer. Sin pensarlo demasiado, se arrancó la flecha de la herida y, apretando los dientes de dolor, se lanzó a perseguir al enano que le había propinado aquel ataque a traición. Su anterior presa se había esfumado del lugar en el que había caído.

Mientras pudiera mantenerse en pie, seguiría luchando por Narnia.


--------------------------------------------------------------------------------

Cuando Lucy abrió los ojos muchos rato después, la recibió una agradable calorcillo que parecía flotar en el ambiente, como si formara parte de él. Aquella sensación no dejaba de ser curiosa, pues si recordaba bien, lo último que había visto era un bosque nevado.

Se incorporó con cierta dificultad, pero su cuerpo ya no estaba dolorido, sino que lo sentía sorprendentemente lleno de energía. De pronto cayó en la cuenta que lo que tocaba con las manos no era frío. Descubrió, estupefacta, que estaba sobre hierba, una hierba verde intenso en la que aparecían flores de forma esporádica. Miró derredor, maravillada, pues no sólo era el suelo: también los árboles estaban verdes a su alrededor, y de sus ramas pendían frutos. No obstante, más allá del círculo, a unos diez metros, el invierno seguía siendo totalmente inquebrantable. Era como un sector de milagrosa primavera a donde el frío no podía llegar.

Lucy sintió entonces un viento cálido llegar de espaldas y removerle la cabellera rubia. Era una suave brisa que parecía tener vida propia, pues la acariciaba como una mano etérea. Fascinada, se dio la vuelta, y en el fondo supo que sospechaba lo que iba a encontrar allí.

Tendido sobre la hierba, meciendo su sedosa cola con una calma embriagadora, un enorme león dorado posaba sus ojos oscuros y vivaces en ella. El viento desconocido que había zarandeado a Lucy no era otro que su propio aliento, tan acogedor como una brisa veraniega cerca del mar.

–Lucy, querida... -susurró la gutural voz del Gran León.

–Aslan... -musitó ella con una gran sonrisa, andando hasta él y abrazándole con confianza-. Temí no encontrarte por mucho que cabalgara.

–Y al final te has acercado demasiado al peligro. Por poco mueres en ese río -le recordó éste, protector.

De pronto, Lucy recordó a su caballo y a Reepicheep y se sintió culpable por no haber pensado antes en ellos. El miedo y la pena tomaron su parte en su rostro, deformándolo de dolor.

–Reepicheep y mi caballo... -musitó.

–Ambos están bien. La corriente los arrastró pero lograron salir del agua y ponerse a salvo. Cuando llegué para ayudarles, nuestro buen amigo ratón ya había dado buena cuenta de un par de lobos -informó Aslan con una suave y melodiosa risa.

Lucy se alegró profundamente de aquella noticia. Una calma extraña la inundaba cada vez que estaba cerca de Aslan y lograba olvidar poco a poco las cosas malas que le habían sucedido inmediatamente antes. Más aquella vez le fue totalmente imposible pasar por alto la guerra que sucedía varios kilómetros al sur de donde se encontraban.

–Yo quería ir a luchar junto a Edmund, pero no me dejó. Me sobreprotege demasiado y me envió hacia aquí, donde supuestamente estaría más segura. Yo luché contra Carlomen -se explicó, molesta.

–Pequeña, todos tus hermanos hubieran hecho lo mismo -aseguró el león-. Te quieren demasiado como para ponerte en peligro.

–Pero yo soy fuerte -aseguró Lucy, arrugando las cejas. ¿Tampoco Aslan la tomaba en serio?

El león levantó una enorme pata cubierta de pelo dorado y acarició la cabeza de la pequeña. Un escalofrío de energía y calma recorrió a Lucy de pies a cabeza, sacudiéndole hasta el alma y dándole renovada confianza en sí misma.

–Lo sé, querida, lo sé. Pero tu fuerza, al igual que la de tu hermana Susan, en el fondo es diferente a la de vuestros hermanos -explicó, lleno de infinita paciencia-. Las Hijas de Eva tenéis los hombros y el corazón más fuertes que nadie, pues debéis soportar las consecuencias de lo que hacen vuestros hermanos y los hombres a los que amáis. Y eso es una pesada carga, pequeña.

Lucy pensó por un momento en las palabras del león, pero no lograba encontrarles un sentido estricto. Supuso que era una de sus muchas afirmaciones enigmáticas, que uno sólo puede comprender cuando llega a sentir en su propia carne lo que exponen.

–Soñé contigo, Aslan. Y con mis hermanos. Morían en la guerra... -aseguró por lo bajo-. Y tú llorabas...

–Los sueños son sólo sueños, Lucy -le recordó Aslan sabiamente.

–La última vez que soñé contigo estando en Narnia apareciste -protestó ella, recordando que había visto al león antes de iniciar un paseo en solitario por un bosque en plena noche.

Aslan calló, y ella lo interpretó como una mala señal. No era habitual que el león se quedara sin palabras. Sin embargo, más que un silencio conveniente, parecía algo triste y decaído, y a Lucy le pareció que su pelaje ya no era tan resplandeciente como antes.

–Mucho me temo que no podré estar aquí por mucho tiempo, pequeña -confesó Aslan, visiblemente apenado-. Algo va a cambiar en Narnia y me mantendrá alejado de esta hermosa tierra por bastante tiempo. Habrás crecido para cuando nos reencontremos.

–Pero, Aslan... ¿Otra vez vas a dejarnos? -musitó Lucy, deshecha.

–No tengo otra opción, querida. Ahora depende de vosotros -concedió el león-. Por favor, mantente alejada del norte y del este y todo irá bien.

–Pero debo avisar a Caspian y a los demás. Hay gigantes en el norte y pretenden atacarlos, estoy segura -aseguró.

–No servirás de nada si te matan por el camino, Lucy. Lo que deba pasar pasará. Es una prueba que Caspian tiene que superar en algún momento -explicó Aslan-. No temas, querida: tarde o temprano, las cosas serán como siempre deberían haber sido.

Y, en un fugaz parpadeo, Lucy se vio hablando sola en medio de un claro en pleno invierno. La hierba y las flores habían desaparecido, y de nuevo soplaba un viento helado que le zarandeaba la melena rubia. Se quedó allí por un momento, preguntándose si estaba soñando o todo era real.

Minutos después, escuchó un ruido de cascos a su espalda. Giró sobre sí misma y vio a su joven caballo rojo trotando lentamente hacia ella. Sobre su cabeza, con las patas delanteras cruzadas, estaba Reepicheep, tratando de arreglar la desordenada pluma roja que llevaba sobre la cabeza. Ambos parecían ilesos.

–Amigos... -susurró Lucy.

–Me alegra ver que estáis bien, Alteza. Pero debo decir que no me agrada haber caído a ese río helado en pleno invierno. Pero, ah, he aferrado mi espada y nada ha conseguido arrebatármela -informó el ratón con grandilocuencia.

Lucy no pudo evitar sonreír de puro alivio. Acercó su rostro al hocico del caballo mientras aferraba las riendas y subía posteriormente a la ricamente elaborada silla. Reepicheep se apresuró a sentarse frente a ella, quizás buscando un instintivo retazo de calor.

–¿Qué ruta seguimos, Majestad? -preguntó, entusiasmado.

–Hacia el oeste -esclareció Lucy, emprendiendo la marcha-. Hay un sitio que quiero visitar.


--------------------------------------------------------------------------------

La derrota ya era clara, y los fieles al Décimo habían perdido. Sólo una retirada ordenada a tiempo por Edmund había logrado salvar a algunos, que aún se veían huyendo del lugar en dirección noroeste. Entre ellos habían ido Borrasca de las Cañadas y Trumpkin, éste último herido leve. Los grifos que seguían con vida volaban ya lejos, buscando algún refugio. Los faunos se perdían en la lejanía, más allá del Puente de Piedra, corriendo aún graciosamente a curar sus heridas mientras eran perseguidos por los minotauros.

Más, en la confusión, Edmund se había quedado rezagado e inmediatamente después cayó derrumbado. Agotado por la pérdida de sangre y el dolor, su cuerpo había sido incapaz de seguir resistiendo y se había desplomado sobre la nieve revuelta y mancillada de carmesí, sin fuerzas suficientes para pedir ayuda a los suyos. Para él resultaba bastante obvio que iba a morir allí.

Quizás si no hubiera seguido luchando después de ser mortalmente herido... Quizás entonces hubiera tenido oportunidades de sobrevivir, pero tampoco hubiera valido la pena. Era el único consuelo que le quedaba al sentirse agonizando en aquel llano de muerte: habría muerto luchando con honor.

Forzando cada uno de los músculos de su cuerpo, Edmund logró darse la vuelta y vomitar violentamente. Supo que lo que se escurría por sus labios era sangre, por culpa del sabor metálico. Respirar le resultaba doloroso e hinchar el pecho le requería un esfuerzo sobrehumano. Se dejó caer de bruces, con una mano bajo la herida abierta y la mirada velada a causa del sudor.

El dolor era insoportable y le impedía pensar con claridad. Recuerdos y pensamientos que intentaban ser lógicos se entremezclaban sin orden aparente en su moribunda cabeza. Pensó en Caspian y el destino de todos aquellos a los que protegía. Pensó en Susan y Peter, en sus rostros compungidos de dolor al ver que Lucy volvía sola.

Lucy... Lejana como la luna, llorando silenciosamente como una eterna viuda de cristal. Aquella simple imagen logró evocarle ganas de llorar y un dolor superior al físico que ya le atormentaba se coló en su alma.

Pero incluso el dolor parecía ya más soportable. Y mientras unas manos frías le arrastraban a las garras de la inconsciencia, Edmund creyó ver sombras moviéndose cerca de él. No obstante, no pudo discernir si eran reales o sólo delirios.

La oscuridad le apresó por un segundo, y después soñó con un prado de amapolas rojas que le separaba de sus hermanos, que le miraban desde el otro lado, sentados en sus tronos de mármol en Cair Paravel.


--------------------------------------------------------------------------------

Milescamas avanzaba lentamente, reptando sobre su vientre blanco e inspeccionando los cuerpos de los caídos. Había sobretodo telmarinos, con sus magníficas armaduras abolladas y sus yelmos destrozados. De los que menos había era centauros, pues eran criaturas muy fuertes y veloces y habían huido cuando su líder había ordenado retirada.

–Seguramente habrán ido a proteger el Castillo del Dique, donde estarán más resguardados ahora que son pocos -opinó.

–Es lo más probable -corroboró Feradrik, removiendo con su hacha las piezas vacías de una armadura de fauno. Su familia fue en tiempos artesana de armamento y sabía apreciar los deleites de las forjas de su pueblo-. Debemos encontrar al Hijo de Adán.

–No será necesario. Está allí -aseguró de pronto Milescamas, deslizándose con facilidad sobre la mezcla de nieve y barro.

El enano se apresuró a seguirle, aunque más lento debido a la dificultad de esquivar los obstáculos. Se detuvieron frente a un joven, que cualquiera hubiera tomado por soldado telmarino de no ser por la calidad de su equipamiento. Yacía bocabajo, y su cuerpo entero se estremecía de forma casi imperceptible. Inconsciente, apenas podía respirar. Feradrik le dio la vuelta a base de patadas y descubrieron el rostro malherido del Rey Edmund. Su magnífica armadura yacía atravesada a la altura del emblema del león y el pulido y resplandeciente metal estaba manchado de sangre.

–Sigue vivo, pero parece que se está desangrando -comentó Feradrik.

–Tiene una herida en el abdomen. Le ha atravesado la armadura -analizó Milescamas, meciendo nerviosamente su cola. Miró a su compañero con inseguridad-. ¿Qué hacemos si se nos muere? Tenemos que llevarlo ante ella antes de que se quede sin sangre.

–No le subestiméis -intervino una voz femenina-. Se aferrará a la vida. Es un Hijo de Adán, después de todo.

Giraron sobre sí mismos y vieron acercarse a la dríada con su agilidad inhumana, envainando en aquel momento su arma, aún manchada de sangre. Ella misma sangraba, y aquella herida en su frágil pierna parecía restarle gracilidad.

–Taponadle la herida. Debe llegar vivo al Altozano -susurró con indiferencia-. Su sangre será el catalizador.

Siguió mirando con una mezcla de odio y respeto al joven tendido a sus pies mientras el enano le desprendía la armadura. El muchacho ahogó un quejido y pareció recuperar la consciencia por un momento. A regañadientes, Feradrik se apresuró a taponar la herida de flecha para detener la hemorragia. Y aunque de forma histórica tenía varios siglos de edad, aquel rey sólo aparentaba ser un niño con un arte para la espada superior a la media. En el momento en el que el enano y la dríada trataron de levantar al muchacho, éste emanó un quejido lastimero y pareció que empezaba a recuperar el conocimiento.

–Se nos complicará el viaje si está consciente -siseó la serpiente, sacudiendo su cuerpo con ansia y abriendo las fauces con rapidez-. ¿Os parece bien que le duerma con una simple mordida? Si es en una dosis adecuada, sólo dormirá tres o cuatro horas.

–Lo suficiente. En cuanto encontremos a un minotauro, se encargará de él por nosotros -aprobó la dríada con expresión de piedra.

Aquella afirmación logró excitar a la serpiente. Zarandeando su lengua bífida en el aire, eligió una porción de cuello del muchacho y hundió sus largos colmillos delanteros en la blanca piel sembrada de pecas. Y mientras el veneno se adentraba en el cuerpo del chico, Milescamas disfrutó del sabor de una sangre fresca y llena de fuerza.

Para cuando terminó, Edmund había perdido de vista los campos de amapolas y en su lugar se extendían las tinieblas, densas como la ponzoña.

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MensajePublicado: Sab Sep 13, 2008 2:40 pm    Asunto: Responder citando

guauu enserio escibe muy bien .. !!
el fic esta genial !

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NATHY
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MensajePublicado: Dom Nov 30, 2008 3:01 am    Asunto: Responder citando

Que linda historia.!!!!!

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MensajePublicado: Vie Abr 24, 2009 10:14 am    Asunto: Responder citando

me he enamorado de tu fic Amor Amor , es uno de los mejores que he leido en este foro Bailando Bailando Bailando
narras muy bien y no No no te sales de las personalidades de los personajes.....
te felicito eres una gran escritora y este es un gran fic. Aplausos Aplausos Aplausos

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Frey Girl
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MensajePublicado: Mie May 27, 2009 6:03 pm    Asunto: Responder citando

Después de tanto tiempo... y se me ocurre actualizar justamente cuando estoy de exámenes XDDD. Si es que no hay remedio.

Grácias por todos los comentarios. Disfrutad de la lectura.


Capítulo 5. Hielo. La sangre de Adán (I)

Lucy anduvo con calma por encima de la nieve reciente y esponjosa, tirando con gentileza de las riendas del caballo. Allí, sumergidos en el bosque, no era el mejor lugar del mundo para cabalgar, así que iba a pie. Llegar allí le había costado más de una hora, pero ya no sentía miedo alguno por lo que pudiera sucederle: aquel lugar le evocaba recuerdos preciosos e imborrables, y un ambiente acogedor y seguro envolvía cada rincón.

Abrió la puerta metálica con algo de esfuerzo. La nieve se había acumulado en el borde exterior y resultó difícil empujar con semejante rozamiento extra. Más Lucy (con un poco de ayuda del caballo) logró colarse dentro. Buscó entre las cosas que se había llevado del castillo y sacó una antorcha rudimentaria y un pedernal que golpeó repetidas veces contra otra roca dura. Saltaron chispas, y Reepicheep fue lo bastante capaz como para sostener la antorcha hasta que esta prendió. Satisfecha, Lucy la sostuvo en lo alto y observó aquel memorable lugar.

La casita del fauno seguía prácticamente igual a como la recordaba, sólo que el extraño orden que reinaba intensificaba el aspecto de abandono. Los curiosos libros perfectamente ordenados en las estanterías, las tazas blancas reposando en la alacena y algunas bufandas colgadas en el perchero. A pesar de que no parecía faltar nada, nadie había pisado aquel lugar en más de mil años.

Entristecida, Lucy fue hacia la chimenea y arrojó algunos leños en ella, prendiéndoles fuego. La madera era tan vieja que se incendió enseguida, y pronto un agradable calorcillo inundó la casa y obligó a Lucy a desprenderse de su capa de viaje. El caballo se acurrucó cerca de la entrada y se dedicó a mordisquear unas hierbas que habían crecido en una grieta de la roca. Reepicheep simplemente se hizo un ovillo en una de las sillas y durmió un rato, aunque aferrando la espada con fuerza entre sus diminutos dedos.

Lucy se sentía agotada, y estaba segura de que también iba a caer dormida en breve si se sentaba en uno de aquellos confortables sillones. Sin embargo, algo llamó su atención. Algo que para ser sinceros sólo habría notado inusitado una persona entre un millón.

Era un papel. Un simple papel que sobresalía del sencillo tapete blanco bordado con motivos florales. La niña estiró la mano y desdobló el pequeño retazo. Una caligrafía estilizada pero algo irregular rezaba:

“Primero de todo, ¡bienvenida seas de nuevo a Narnia, Lucy la Valiente! Si has leído esta carta es porque has vuelto, tal y como Aslan dijo que harías.

La razón por la que te escribo esto es porque creo que no viviré lo suficiente como para volver a reencontrarme contigo en Narnia. Soy un fauno ya mayor y sé que no me quedan muchas décadas. De momento y de forma indefinida, he dejado esta casa. Los telmarinos han caído sobre nosotros y el Dique de los Castores, aquí cerca, está ocupado por ellos mismos. Voy a irme al sur, a Archenland, con la esperanza de vivir en paz los años que me queden.

Desde vuestra desaparición, los narnianos han caído en la desgracia, pues los telmarinos son crueles y destruyen los bosques. Supongo que has vuelto a tu mundo, a Tación de Invitados. Espero que hayas sido muy feliz allí y que tus hermanos y hermana puedan regresar contigo.

Aslan me prometió que en algún momento volveremos a encontrarnos, Lucy Pevensie, y no podré sosegar de pura impaciencia hasta que llegue ese momento. Jamás olvidaré aquel lejano final de invierno.

¡Larga vida a la Reina Lucy! ¡Larga vida a los Reyes de Narnia!

P.D. La flauta sigue encima de la repisa. Espero que la conserves, pues es el último regalo que te ofrezco.

Tumnus”


Cuando bajó la hoja de papel de la altura de sus ojos, Lucy Pevensie estaba llorando con todas sus fuerzas. En su mente se delineó la imagen de un fauno anciano separado de Narnia, alejado de sus prados por una guerra que la marcha de los Hijos de Adán había provocado. Dicho fauno exhalaba su último suspiro en una casa triste, rememorando escenas de la Edad Dorada que sabía que jamás volvería a experimentar.

Mirando el fuego que crepitaba en la hoguera, Lucy se quedó dormida, pero resultó un letargo con sueños tristes y grises, y no tuvo la sensación de haber descansado en absoluto.


--------------------------------------------------------------------------------

Cuando Edmund despertó, el dolor le recibió como una puñalada. La sensación resultó tan hiriente que ahogó un alarido a base de morderse la lengua. Se sentía terriblemente mareado y le hormigueaban todos los miembros. Aún le costaba respirar, y los últimos recuerdos que conservaba eran fragmentados e incoherentes.

Sus sentidos funcionaban de forma extremadamente pausada. Tenía la sensación de que los estímulos tardaban una eternidad en llegar hasta su cabeza. Más cuando por fin empezó a recuperar el oído, voces confusas y nada agradables parecían envolver su espacio, dándole una sensación de ahogo. Trató de moverse, pero pagó caro aquel intento con un ramalazo de dolor que se extendió velozmente por su cuerpo. Así que simplemente se dejó caer sin fuerzas sobre el sitio en el que se suponía que estaba.

Hubo una sensación que identificó antes que cualquier otra: el frío. La temperatura era extremadamente baja, hasta el punto de que tiritaba de pies a cabeza. Entonces acudió a su cabeza la idea de que quizás estaba aún tendido en el campo de batalla, sobre la nieve. Descartó rápidamente aquella opción: el tacto de la nieve era agradablemente fresco, pero aquel frío penetraba hondo, como si destruyera el más mínimo atisbo de vida.

De pronto un golpe cayó del cielo, o al menos eso le pareció, porque nunca supo de dónde había venido. El caso es que su cuerpo malherido se resintió terriblemente del impacto y le obligó a soltar un leve jadeo dolorido.

–Está despierto -anunció una voz ronca.

–Levantadlo -ordenó una segunda, que rezumaba brusquedad.

El pobre chico sintió cómo dos pares de brazos le incorporaban y después le arrastraban por un terreno desigual, en sentido descendente. El frío seguía aumentando a su alrededor, hasta el punto que dolía, y Edmund anheló poder llorar para olvidarlo.

Abandonándose por un segundo al pavor, supo que quienes estaban con él no eran amigos. Y se obligó a sí mismo a no pensar en qué vendría a continuación, pues el odio podía convertir al ser más amable en un retorcido e inhumano ente.

Sintió cómo, tras un par de minutos de camino, le arrojaban de malos modos sobre un suelo de piedra. El impacto dolió como nunca al aterrizar sobre la herida. El frío a su alrededor resultaba casi cruel y su voluntad empezaba a tambalearse peligrosamente. Asustado por encontrarse en un lugar que no conocía (o al menos eso supuso), miró derredor, pues las voces habían crecido en número e intensidad.

En aquella sala oscura de roca había una pequeña multitud de seres. Minotauros, enanos negros, algunas serpientes, cíclopes, ogros, dos hombres lobo e incluso le pareció distinguir la figura de algún tipo de animal volador, naturalmente mucho menos agraciado que un grifo. Los ojos de todos estaban clavados en él y reflejaban emociones tan variopintas como el odio, el miedo, el respeto y el rencor. Bajo el resplandor azul de unas cuantas antorchas colocadas en círculo, gozaban de un aspecto tétrico e infernal.

Edmund se sintió desprotegido ante toda aquella muchedumbre de tan siniestra naturaleza. Nunca había visto nada parecido. El hombre lobo de su derecha le miraba con un destello rojo en sus ojos pequeños y parecía deseoso por hincar los dientes en su carne. De pronto, uno de los enanos negros se adelantó a los demás, y el volumen de las voces disminuyó de forma considerable.

–He aquí al Hijo de Adán -anunció, señalándole directamente.

Una nueva horda de gritos de triunfo manaron de decenas de horrendas gargantas. Edmund alzó levemente los hombros, como si tratara de recuperar un poco de su grandeza.

–¿Qué perseguís reteniéndome aquí? Habéis ganado la batalla. Adelante, festejad vuestro triunfo. Nunca un rey de Narnia privará a los contrarios de su merecida victoria. Más sabed que pagaréis caras la quema de Beruna y las vidas inocentes allí arrancadas -aseguró el chico, rebosante de justicia.

–No estás en condiciones de emitir amenazas, Hijo de Adán -protestó Feradrik, avanzando aún más hacia él y sin dejar de señalarle-. ¡Vosotros mismo habéis provocado esta situación!

–No comprendo vuestras razones, pues son totalmente ilógicas -repuso Edmund, recordando el vocabulario diplomático-. Habéis atacado una población pacífica sin previo aviso. Vuestras acciones no son sino salvajes e inhumanas, a pesar de ser hermanos de Narnia.

Aquella protesta le costó un rápido golpe en el rostro, con lo cual se vio obligado a agachar la cabeza, llevándose una mano insegura a la zona dolorida. Se dejó caer de nuevo sobre el suelo, respirando con dificultad y atenazado por el dolor.

–No merecéis otra cosa que la muerte, Reyes del Pasado -escupió el enano con sumo remordimiento-. En vuestra última visita os pusisteis de lado de los invasores de Narnia. ¡Perdonasteis la vida a los telmarinos y pusisteis a uno de ellos en el trono! No todos perdonamos tan deprisa como los faunos o los grifos.

Feradrik sonrió de oreja a oreja, con cierto aire de malignidad.

–Para eliminar a semejante plaga de Narnia, acudiremos incluso al poder más antiguo de todos los que dominaron esta tierra -susurró.

Y de pronto el aire se llenó de plegarias. La dríada que batallara con él quién sabe cuanto rato antes se deslizaba por la sala susurrando palabras en la lengua antigua. El joven, aturdido y dolorido como estaba, no pudo discernir qué decían exactamente, pero estaba totalmente convencido de que no le gustaría el final de todo aquello. De nuevo la temperatura sufrió un brusco descenso, y sintió deseos de gritar de desesperación. No era sólo un enfriamiento físico, sino algo que hurgaba profundamente en su alma, removiendo recuerdos nefastos y oscuros.

Aquella silenciosa tortura pareció durar una eternidad. Y cuando fue rota, algo cien veces más estremecedor se hizo oír en la penumbra.

–Edmund, querido. Qué gran placer que hayas podido venir hasta aquí -susurró una voz femenina.

Un escalofrío imposible de describir recorrió la columna vertebral del chico. Recordaba aquella voz portentosa susurrándole promesas de grandeza y delirios de poder al oído. La asoció a la visión de unas manos blancas deslizando una delicia turca entre sus ávidos labios, tentándole con el más dulce de los sabores.

Sabiendo de antemano lo que iba a ver, Edmund Pevensie recurrió a sus fuerzas de flaqueza para incorporar la cabeza. Los labios le temblaban.

–Tú... -jadeó quedamente, incapaz de decir nada más.

Ante sí, sonriendo con soberbia, se alzaba la Bruja Blanca, la mayor tirana que Narnia había conocido en su historia.

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NATHY
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MensajePublicado: Mie May 27, 2009 8:41 pm    Asunto: Responder citando

Buenisimo.!!!

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POR NARNIA!!!!!!

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