Lun Mar 24, 2008 4:07 pm

Además de noticias científicas, me parece importante que la gente conozca personalidades que contribuyeron a la historia. Hoy un Premio Nobel argentino.

Nació en Bahía Blanca (Buenos Aires) el 8 de octubre de 1927 y es considerado uno de los científicos argentinos de mayor prestigio a nivel internacional. En 1984 obtuvo el Premio Nobel de Medicina y Farmacología por sus trabajos para perfeccionar el sistema de defensa inmunológica con el que naturalmente cuentan los seres humanos.
Se graduó de Químico en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, a los 25 años de edad.
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En 1957 se presentó y fue seleccionado por concurso para desempeñarse como investigador en el Instituto Nacional de Microbiología Carlos Malbrán, que atravesaba por entonces una época de esplendor de la mano de su director, Ignacio Pirosky. Al poco tiempo de haber ingresado a dicho Instituto, Milstein partió rumbo a Cambridge, Inglaterra, beneficiado por una beca. El lugar elegido era nada menos que el Medical Center Research, uno de los centros científicos mundialmente reconocidos por su excelencia, y donde trabajaba Frederick Sanger - Premio Nobel de física catorce años más tarde-, que fue su director de investigaciones. Una vez concluida la beca, las autoridades de aquel centro de investigaciones solicitaron a Buenos Aires una prórroga por dos años más, que fue aceptada de inmediato por las autoridades del Malbrán.

Al volver a la Argentina, en 1961, Milstein fue nombrado jefe del recientemente creado Departamento de Biología Molecular del Instituto Malbrán. En el desempeño de este cargo, además de dedicarse al trabajo propiamente científico, quiso servir al mantenimiento físico del propio Instituto Malbrán, fabricando él mismo parte del mobiliario que se necesitaba para llevar a cabo las distintas prácticas, o reciclando muebles viejos y ya inservibles; obviamente, las dificultades presupuestarias se relacionaban en forma directa con este hecho.

Tras el golpe militar de 1962, el instituto Malbrán fue intervenido y el trabajo de Milstein, perjudicado: diversos inconvenientes político-institucionales, que incluyeron numerosas cesantías, perturbaron a su equipo en la etapa crucial de un programa de estudios muy avanzados para el contexto de entonces, incluso a nivel mundial. Milstein era uno de los que no había sido directamente damnificado, aunque ya estaba cansado de las gestiones y las estratagemas, de las intrigas y de los comentarios a hurtadillas: todo esto le sacaba la energía que deseaba dedicar a sus actividades científicas. Y así, Milstein y su esposa hicieron las valijas y partieron, otra vez, rumbo a Gran Bretaña. En 1964 estaba nuevamente en el Medical Research Council de Cambridge, y fue durante ese mismo año que consiguió los primeros resultados que dos décadas más tarde lo harían merecedor del Premio Nobel de Medicina.

Hacia fines del siglo XIX, se logró establecer que los principales causantes de las enfermedades son microorganismos (virus y bacterias). Poco después se lograron identificar una serie de elementos minúsculos que viajaban por el torrente sanguíneo persiguiendo a las bacterias, a los virus -ambos agentes infecciosos provenientes del ambiente exterior-, e incluso a pequeñas porciones celulares pertenecientes al propio organismo. Esta resistencia natural que todos los seres humanos llevan consigo sería muchos años más tarde rebautizada con el nombre de respuesta inmunitaria del organismo.

Los principales protagonistas de la lucha son, por el lado del organismo humano, las células macrófagas, los comúnmente conocidos como anticuerpos, denominadas "T helper" o cooperadoras, y las "T killer" o asesinas. Estas clases de conformaciones celulares deberán vérselas con el antígeno (el agente extraño que se introduce en el cuerpo y desata la respuesta inmune). No siempre el sistema inmune triunfa, y hay veces en que los microorganismos se salen con la suya, burlando al sistema inmunológico y ocasionándole al individuo una serie de trastornos orgánicos que pueden llevarlo a la muerte.

Al cabo de siglos, los microorganismos han demostrado ser buenos conocedores de las grietas que ofrece este sistema defensivo, y lo suficientemente sagaces como para desaprovecharlas.

Las células T llamadas T helper o cooperadoras, se encargan de reconocer y codificar las propiedades del invasor y luego dejan el campo a otro tipo de células, las "T killer" (asesinas), que serán las encargadas de destruir al virus o bacteria. Esta operación se repite cuantas veces sea necesario, hasta vencer al último de los microorganismos.

Una vez destruido el antígeno, o agente invasor, la información correspondiente queda archivada en el sistema inmunológico, de modo que el organismo quede bien pertrechado para una posible segunda incursión. Las especialistas en este trabajo son las llamadas "T memoria", otra variedad que se encarga de acumular, procesar y clasificar información de modo que el organismo pueda responder de inmediato a un nuevo ataque sin necesidad de tener que atravesar todas y cada una de las etapas del proceso anterior.

Aunque estos procesos se producen todos los días, a toda hora y en cualquier lugar sin que nadie tome debida nota, en más de una ocasión provocan malestares de índole variada, dolores, debilidad repentina, e incluso pueden dejar de por vida huellas visibles sobre la propia conformación de la piel. Esto es, ni más ni menos, lo que ocurre cuando las personas enferman.

El período que corresponde al desarrollo de las hostilidades entre el antígeno invasor y el sistema inmune, coincide con el tiempo que transcurre desde el momento en que se incuba la enfermedad, hasta que ésta se rinde ante las defensas inmunológicas. Cuando la primacía entre los bandos no está bien definida, es el momento en que las vacunas y los antibióticos empiezan a jugar un rol decisivo dentro del organismo.

En la mayoría de los casos, la función que cumplen las vacunas es la de incentivar al sistema inmunológico para que fabrique con un margen de tiempo razonable los anticuerpos necesarios para posibilitar que las posibles invasiones sean detenidas en la frontera que separa el cuerpo humano del mundo externo.

A pesar de que el mecanismo de respuesta inmunitaria no ha sido totalmente aclarado por la ciencia, en 1940 Pauling sugirió una teoría según la cual el organismo poseería una proteína capaz de amoldarse a cualquier agente invasor. Si esta suposición es correcta, los anticuerpos específicos que naturalmente fabrica el cuerpo humano serían algo así como trajes especialmente diseñados para determinadas ocasiones, aunque sin una medida uniforme, cuyos talles, sizas y anchos de manga habrán de confeccionarse en el momento de la acción. Como las poblaciones de células defensoras están integradas por una clase variada de anticuerpos que se hallan naturalmente capacitadas para atacar distintos puntos del antígeno invasor, han sido denominados policlonales.

El sistema tiene sus bemoles, tal como sucede habitualmente con cualquier sistema, y particularmente con los sistemas defensivos. Su flanco débil está dado precisamente por su gran capacidad de adaptación: esto constituye una limitación para el sistema inmunológico, puesto que por esa misma razón carecen de la afinidad necesaria como para enfrentarse con los agentes invasores de una forma contundente. En determinados casos, la falta de especificidad de los anticuerpos policlonales es comparable a la supuesta virtud de aquellos jugadores de fútbol que tienen la capacidad de amoldarse a cualquier puesto, pero que en realidad terminan por no jugar del todo bien en ninguno. Claro que esto sólo queda evidenciado cuando el rival que tienen enfrente resulta superior.

Hace varias décadas que la ciencia aplicada viene intentando con diferente fortuna fabricar líneas de anticuerpos puros en forma artificial, es decir, inmunosueros capaces de detectar y enfrentarse a una parte específica del antígeno con la esperanza de poder vencerlo. Para Milstein, esta posibilidad se fue convirtiendo de a poco en una obsesión que llevó consigo durante años, hasta que finalmente pudo convertirla en hipótesis, primero, y en un logro concreto, después, en los laboratorios de Cambridge y en colaboración con su colega George Köehler.

Milstein y Köhler debieron ingeniárselas entre 1973 y 1975 para lograr configurar los llamados anticuerpos monoclonales, de una pureza máxima, y por lo tanto mayor eficacia en cuanto a la detección y posible curación de enfermedades.

El gran hallazgo que le valió a Milstein el Premio Nobel produjo una revolución en el proceso de reconocimiento y lectura de las células y de moléculas extrañas al sistema inmunológico. Los anticuerpos monoclonales pueden dirigirse contra un blanco específico y tienen por lo tanto una enorme diversidad de aplicaciones en diagnósticos, tratamientos oncológicos, en la producción de vacunas y en campos de la industria y la biotecnología.

En cuanto a sus posibilidades de diagnosis para la realización de trasplantes, el uso de los monoclonales permitiría establecer el grado de afinidad entre los órganos y el organismo receptor, de tal modo de diagnosticar de antemano si el órgano trasplantado sufrirá o no rechazo.

En 1983, el Dr. Milstein adoptó la ciudadanía inglesa, y fue nombrado jefe y director de la División de Química de Proteínas y Acidos Nucleicos de la Universidad de Cambridge. Ha recibido numerosas distinciones y premios, como el doctorado honoris causa de la Universidad Nacional del Sur.

Para entonces, Inglaterra lo había adoptado como ciudadano y científico, por lo que iba a compartir con la Argentina el honor del Premio Nobel que Milstein obtuvo en 1984 - compartido con Köhler- , por el desarrollo de los anticuerpos monoclonales.

En 1987 fue declarado ciudadano ilustre de la Ciudad de Bahía Blanca y recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional del Sur. El Domingo 24 de marzo de 2002 fallece en Cambridge a los 75 años y a raíz de una enfermedad.

César Milstein
Universia

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